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CRISIS ÉTICA

Ecuador, más allá de la crisis sanitaria y económica, el mal endémico que padece es de carácter ético. Altos funcionarios públicos ocupan esos cargos no para servir al pueblo sino para beneficiarse personalmente de manera ilícita. Los corruptores del sector privado que constituyen verdaderas mafias, tejen su telaraña de influencias para garantizarse jugosas ganancias con atracos, en la mayoría de los casos, y pese a ser descubiertos quedan en la impunidad.

Este padecimiento se repite con frecuencia, no únicamente saquea las arcas públicas, se roban la esperanza del pueblo que atónito conoce a diario de nuevas estafas por parte de estos ladrones de cuello blanco que, sin sonrojo, se declaran perseguidos políticos y fugan de preferencia a los Estados Unidos de Norteamérica donde disfrutan de sus fortunas mal habidas.

Corrupción es la palabra que más se repite e involucra el accionar en casi todas las esferas gubernamentales, la otra palabra que con frecuencia se escucha es impunidad; entre las dos configuran el macabro cuadro de pérdida total de valores, ubicando a la práctica ética en el campo de la utopía.

Los diferentes actores políticos se disputan, a dentelladas, espacios de poder para favorecer a sus círculos cercanos, se dicen de todo en los medios públicos y terminan pactando repartos nefastos que los encubren bajo el velo grandilocuente de “acuerdos de gobernabilidad”.

La mentira y el encubrimiento forman parte de la estrategia para construir las verdades de coyuntura que se difunden acorde a los intereses de los privilegiados, es así como, con estadísticas, disfrazan los impactos reales de una pandemia y aplanan artificiosamente las curvas de contagio; con estadísticas, maquillan las cuentas públicas y a nombre de la crisis implantan, a costa del sufrimiento de los pobres del país, leyes esclavizantes a las que les ponen, entre otros, pomposos nombres como el de humanitarias.

Qué doloroso es escuchar cómo devalúan el significado de conceptos como: democracia, libertad, igualdad, justicia, soberanía, independencia; principios que se han quedado en letra muerta en nuestra Constitución.

Los ocho deberes primordiales del Estado, señalados en el artículo tres de la Carta Magna, disponen:

  1. Garantizar sin discriminación alguna el efectivo goce de los derechos establecidos en la Constitución y en los instrumentos internacionales, en particular la educación, la salud, la alimentación, la seguridad social y el agua para sus habitantes.
  2. Garantizar y defender la soberanía nacional.
  3. Fortalecer la unidad nacional en la diversidad.
  4. Garantizar la ética laica como sustento del quehacer público y el ordenamiento jurídico.
  5. Planificar el desarrollo nacional, erradicar la pobreza, promover el desarrollo sustentable y la redistribución equitativa de los recursos y la riqueza, para acceder al buen vivir.
  6. Promover el desarrollo equitativo y solidario de todo el territorio, mediante el fortalecimiento del proceso de autonomías y descentralización.
  7. Proteger el patrimonio natural y cultural del país.
  8. Garantizar a sus habitantes el derecho a una cultura de paz, a la seguridad integral y a vivir en una sociedad democrática y libre de corrupción.

Todos ellos se incumplen por parte de los gobernantes, los invito a reflexionar, estimados lectores, y comprobarán, ustedes mismos, que no es una exageración de mi parte efectuar esta afirmación.

En el país,  la praxis de la ética laica que se inscribió en el marco de la parte dogmática de la Carta Magna para que sea la que guíe las acciones públicas y privadas se inaugurará cuando, en un esfuerzo colectivo ciudadano, desterremos los privilegios de una minoría económica pudiente la cual manipula a una serie  de aventureros y políticos corruptos que parece interminable.